El mundo asiste con tristeza a la
desaparición física de un hombre excepcional, yo diría un hombre
inclasificable. Para algunos era un gran revolucionario, para otros un
demócrata, incluso quienes lo quieren calificar de antiimperialista. Realmente
no es posible limitar la visión de Mandela con una definición, porque, en
esencia, fue solamente humano.
Como primer punto debemos pensar en
que no permitió ni el odio racial ni la venganza, en un momento histórico en el
que ambas podrían ser “justificadas”. ¿Cuál revolución o cuál democracia no se
permitieron alentar estos sentimientos en nombre de “la causa”? Mandela no,
logró, con su ejemplo personal, convencer que una nación nueva no puede avanzar
si su mirada está hacia atrás. No se trata de olvidar, sino de perdonar. Pidió
que no se condenara a los blancos racistas porque ellos también eran víctimas
de su error: si los negros vivían aislados en ghettos, los blancos vivían
también aislados, sin disfrutar ampliamente de un país inmenso y rico.
Al igual que nuestro José Martí, pesó
en una nación con todos y para el bien de todos. Sin exclusiones,
sin sectarismos, sin que el país sea de unos u otros. Todos iguales, todos como
un solo pueblo, un solo país.
He escuchado hasta la saciedad decir
que Nelson Mandela fue Premio Nobel de la Paz, pero pocos recuerdan que fue
compartido con Frederik Willem de Klerk, presidente de Sudáfrica en aquel
entonces, quien legalizó al African National Congress, ANC, y promovió las
primeras elecciones libres de la nación africana. Eso demuestra que nadie logra
nada por sí sólo, necesita de los suyos, pero le resulta imprescindible la
presencia de los otros.